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Opinión | Por Gisell Rubiera Vargas, M.A.

Cuando era pequeña, escuchaba feligreses profetizantes como comentaban sobre unos tiempos difíciles que llegarían, tan difíciles que, aun teniendo cosas materiales, la gente perdería el sentido de la vida, lo cual acarrearía en situaciones emocionales espinosas para la humanidad. 

Ese comentario en particular siempre estuvo latente en mi sub- consciente, quizás esperando contactar que en algún momento de nuestra existencia y paso por esta tierra, fuese posible que la humanidad llegara a un extremo parecido, sobre todo cuando en aquella época que con cualquier cosa se era feliz, donde la vida era un valor y se atesoraban y apreciaban las mínimas cosas adquiridas con empeño. 

La admiración por las cosas alcanzadas de manera honesta, eran un impulso personal y referente social para esas generaciones. A pesar de vivir en el sub- desarrollo, el aura y energía que pernotaba, se incrustaba por los poros y despertaba una chispa cargada de ímpetu, frenesí y empoderamiento generador de cambios. 

Eran tiempos hermosos donde a pesar de dificultades y limitaciones económicas, no costaba encontrar propósitos, razón de existencia y tener cosas materiales no era el fin determinante. 

Hoy, un tiempecito después es poco concebible como las cosas han cambiado tanto y como aquella “profecía” parece estarse cumplimiento. 

 Aunque ciertamente, en esos años, como es lógico, la sociedad cuyo origen es dinámico, ha experimentado cambios incentivados por la inserción en todas las esferas de la vida por las tecnologías, esta nos ha inmerso en un ritmo y estilo de vida acelerado, que en ocasiones no nos permite respirar y conectar con aquello que estamos haciendo o el porqué lo hacemos. 

Esta desconexión ha mecanizado al ser humano al separar las acciones de las emociones, para hacer, producir y exhibir resultados en el menor tiempo posible, aunque al final no se logre conectar con el resultado o a pesar de lograr ello, sentir que la necesidad no fue atestada, o se ande por la vida de prueba en prueba, en búsqueda de la razón, el propósito o el responsable. 

Toda esta realidad ha absorto la vida en sociedad en un estado de incertidumbre y ansiedad que no todo el mundo sabe reconocer y manejar y que se vio agravado por la pandemia que vivimos recientemente del COVID-19 y los consecuentes períodos de aislamientos del que fuimos objeto. 

La incertidumbre es quizás una de las emociones más difíciles de manejar, pues genera la apreciación de que todo al alrededor se tambalea y que no hay tronco donde aferrarse. 

La incertidumbre, crea escenarios que no existen o se magnifica situaciones que provocan la toma de decisiones apresuradas, originadas en la necesidad de actuar antes de que suceda algo peor.

Pero sin dudas, la fuente de la incertidumbre conecta con la exposición a las vulnerabilidades, a quedarnos al desnudo, darse el permiso, reconocer y esperar que pase lo que tenga que pasar. 

Pero hay un gran valor y enseñanza en todo esto. 

Cuando nos permitimos reconocer y canalizar la incertidumbre y las vulnerabilidades, esta acción se constituye en una riqueza, una oportunidad y una cuantía que representa la decisión de reconocer estas emociones como partes de la vida y de la esencia del ser humano, se aprovecha como una ocasión para crecer, de aperturarnos a la vida, al valor de cometer errores y reconocerlo. 

Aceptar y mostrar nuestras vulnerabilidades no es una tarea fácil, pero si lo hacemos con las personas correctas, nunca lo usaran como una arma, excusas o barreras. Sabrán identificar el valor de aquello, te ayudarán a trabajarlo, porque saben que aquello, no te define. 

Abrázate tal y como eres, ábrete, permítete crecer y convertirte en el ser humano que realmente quieres ser.