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Reportajes | Riamny María Méndez Féliz

Yamasá. –Se sienta frente al altar a reinar ante su santo, que no se parece a la figura que reposa en la mayoría de los altares de las iglesias católicas. Es, como ella, de piel negra.

Como ella, disfruta de unos buenos atabales y de una comida bien condimentada con sazones dominicanos, que casi siempre incluye sofrito del ajo, ají, cebolla y orégano. Sí, los santos comen, beben y disfrutan un buen baile: podría decirse que son divertidos compañeros de fiesta, según la religiosidad dominicana.

Doña Emilia Polanco, de 78 años, tiene un reino muy particular. Lo heredó de una tradición de fe centenaria, en la que se le rinde homenaje a una versión afrocaribeña de san Antonio, figura relevante del santoral católico.

Este Antonio no está solo en el altar, también se hace presente en las luchas cotidianas y, cada año, sus seguidores, que son, en verdad, sus amigos, le arman una fiesta en Yamasá, donde los Hermanos Guillén.

“Tengo ese amigo, es un amigo, es un pai (padre), y un hermano y es un poderoso, porque creo en él”, dice doña Emilia, sentada en el trono que ocupa durante al menos nueve días de cada junio desde hace tres años. Cuenta que fue designada como reina de la fiesta del San Antonio Negro en una reunión con los hermanos Guillén, sus sobrinos, y responsables de continuar, en esta generación, con la ceremonia. La reina y el rey deben pertenecer a la familia.

A su lado, está el rey, su sobrino, Michael Féliz, de 34 años. Ha reinado por seis años. Es albañil, y padre de una niña. Como doña Emilia, rinde homenaje a un santo que se parece a él. Entiende que ser rey es un privilegio ganado con buen comportamiento y devoción.

En el altar, a San Antonio le acompañan la figura de María y otros miembros del santoral católico, aquí todos andan en grupos.

Fe, misión y comunidad

Doña Emilia viaja a Yamasá, ubicada a unos 31 kilómetros de la capital, desde El Llano de Elías Piña, en la zona fronteriza entre Haití y la República Dominicana, a cumplir con su función durante al menos diez días. Es un viaje de unos 283 kilómetros, desde su casa hasta el lugar de la devoción: una distancia importante para un país de apenas 48,442 kilómetros cuadrados.

Para ella, madre de siete hijos, y con una familia que incluye 18 nietos y siete bisnietos, la fe tiene una dimensión hogareña y comunitaria.

Destaca una y otra vez como uno de sus grandes logros, que su familia (nuclear y extendida) se mantiene unida y que pertenece a una comunidad de su parroquia católica.  

“Somos una familia unida, que no somos desunida, porque desunida es cuando usted no se mira ni mira el otro, no nos conocemos, ¿verdad? Pero si nos conocemos, que somos bien unidos, donde quiera que está ese pan lo compartimos”, explica así una parte importante de su sistema de vida y creencias: la familia debe cuidarse y quererse.

 Se define como una misionera, y además de coordinar catequesis para 16 niños, cuenta que dirige un grupo que asiste a personas enfermas en El Mamón del Llano.

“Yo reúno en la comunidad todos los que estamos buenos, luego le hacemos los paquetes de lo que podamos, de comida o de lo que sea, y vamos a compartir con ellos. Ahí le hacemos oraciones, si es de llevarlos al médico, también los llevamos.  Entonces si no tenemos recursos, hablamos con el padre y el padre nos da el recurso para el dinero para llevarlos al médico”, enfatiza.

Origen social

Para esta reina lo que cuenta es hacer el bien y vivir la fe. No nació en cuna de oro ni la adquirió con la corona, una hecha de cartón que porta con garbo y dignidad. Describe su casa como “una rancheta”, pero la ofrece a quien necesite.

Como muchas mujeres dominicanas de su generación y de clase trabajadora, doña Emilia se hizo cargo de las tareas domésticas, educó a sus hijos y trabajó en el campo para mantener a su familia.

“Los crie trabajando en el mercado. Yo cocinaba, yo lavaba, planchaba, hacía de todo en el conuco. Tengo un conuco, porque yo siembro, siembro de todo y tengo mis animales también, y con eso crie a mis hijos. Ya no trabajo conuco, solo atiendo la cuestión de mi iglesia, mi compromiso, de una iglesia a la otra, de una capilla a la otra y a la comunidad”, explica.

Y agrega que será reina hasta que su salud se lo permita y San Antonio quiera: “Estaba derrengá que no podía caminar, y digo: 'San Antonio me voy, dame el poder que me voy '… ¡Y yo he caminado mucho a pie, y no me siento nada!”, dice.

Ella y el grupo de rezadoras y rezadores, junto al rey, son parte del alma de esta fiesta de Los Hermanos Guillén, donde el pasado domingo 9 de junio había al menos tres grandes celebraciones en paralelo: los palos rituales y dos espacios para bailar merengue.

Fuera, se vendían artesanías inspiradas en los taínos, variadas comidas dominicanas, y se presentaban coreografías de bailes tradicionales. Esta fiesta es así, una diosa taína se puede tropezar con san Antonio Negro, que es el mismo San Antonio blanco, según doña Emilia, y bailar juntos atabales. “El mismo San Antonio”, dice con autoridad doña Emilia y cierra el tema.

Quizás, San Antonio, negro y blanco, encarna, a la vez, dos partes de la sociedad mulata y su mezcla definitiva. Pero aquí se celebra con un rostro parecido al de la mayoría de sus amigos, y se mezclan la fiesta, el folclor, la fe y la vida comunitaria en la que caben jóvenes con tatuajes que disgustan a las abuelas y los abuelos; y abuelas y abuelos que les transmiten su fe y la importancia que tienen para ellos la familia y la comunidad.

Doña Emilia cuenta que le ha enseñado a sus hijos, nietos y bisnietos a creer en San Antonio. Y, por nueve días, su misión de reina es renovar la fe de toda la comunidad. Aquí nadie se salva solo.

La fiesta de los Hermanos Guillén

Los Hermanos Ramón Antonio, Manuel Antonio, Esteban Antonio y Jesús Antonio Guillén conjugan, como gestores culturales, el sincretismo dominicano: por un lado, mantienen una tradición de 114 años en honor al San Antonio Negro, herencia de su bisabuela Albertina Torres, y por otro lado, han desarrollado una industria artesanal inspirada en objetos taínos.

Según un artículo publicado por el Centro León, firmado por Luis Felipe Rodríguez, la tradición se instaló en 1904, cuando Albertina Torres y Jesús María Bonilla dieron inicio a la celebración con la imagen de un santo que habían llevado a Yamasá en 1880. Ellos eran oriundos de Montecristi.

Hay una rama de la familia (los Guillén o una parte de ellos) que procede, como doña Emilia Polanco, de Elías Piña, según se cuenta en la web de los Hermanos Guillén.

La artesanía de los Hermanos Guillén se vende en el mercado nacional e internacional, y se ha convertido en uno de los símbolos de la cultura dominicana.