Contáctenos Quiénes somos
Opinión | Pablo Mella, sj

El 19 de septiembre pasado un gran terremoto azotó el centro de México. Varios edificios cayeron. Decenas de videos llegaron a nuestros celulares con personas aterrorizadas, rezando con poco concierto el padrenuestro y clamando a Dios. A las pocas horas, llegaban los lamentos de las víctimas: realmente, estamos en esta vida de paso; estamos como prestados…

Sin embargo, la reflexión espiritual sobre la precariedad de nuestra vida debe hacerse con más calma, una vez pasado el susto que nos pone a meditar sobre lo que es fundamental y lo que no es fundamental. Ciertamente, lo que queda cuestionado con los fenómenos naturales que nos han azotado en los últimos meses es la falsa idea de que somos dueños absolutos de nuestra existencia.

Contrario a lo que llevan a pensar estos grandes fenómenos naturales, muchos de los consejos que recibimos en nuestras vidas nos instruyen diciendo que las personas maduras son aquellas que saben exactamente lo que quieren y tienen un control de lo que hacen. Imaginamos como ideal de lo humano unos seres totalmente racionales, con pleno conocimiento de sí mismos y con capacidad de predecir con total certeza lo que sucederá en el futuro.

Este conocimiento casi perfecto de la vida presente y de la vida futura se suele atribuir a una buena educación. Suponemos que quien se ha preparado bien está en condiciones de tomar las mejores de decisiones y que gracias a estas buenas decisiones todo le irá bien. De acuerdo a este modelo ideal de ser humano parecería que todo está en nuestras manos; si algo pasa mal es porque no cultivamos nuestra naturaleza racional. Todo el peso de nuestra existencia dependería de nosotros.

En ámbitos creyentes, se puede llegar a decir que el éxito en la vida y el autocontrol son los signos indiscutibles de que se está cumpliendo con la voluntad de Dios. «Busca la voluntad de Dios y te irá bien a ti y a tu familia». Esta manera de pensar se conoce hoy día como teología de la prosperidad. Aparecen argumentos como este: Dios nos ha dado una cabeza para pensar y gracias a ella podemos llevar una vida equilibrada, sin excesos. Gracias a esta vida ordenada, no tendremos problemas económicos y todos nuestros seres queridos serán felices. Con otras palabras, la vida plena sería fruto del equilibrio social y emocional que sería resultado de nuestra obediencia a la Palabra de Dios. Cuando se lleva esta reflexión al plano psicológico, se dirá entonces que tenemos mucha «inteligencia emocional». Bajo este hipnotismo, podría citarse fuera del contexto aquella frase del Deuteronomio: «Escoge la vida y vivirás».

Sin embargo, contrario a estas ideas que muchos comparten y repiten de manera unilateral, es fácil constatar que la verdadera vida humana está llena de incertidumbres y desgarros, como nos lo recuerdan terremotos y ciclones; pero también las enfermedades de seres muy queridos que tenemos que despedir en pocas horas y los disparates que cometen los hijos adolescentes.

El Cristo de los evangelios es claro y radical en ese punto: «nadie sabe nada del día ni la hora» (Mt 24,36); ignoramos cuándo la historia y del cosmos conocerán su desenlace; tampoco sabemos los detalles de cómo será. Más aún, nadie sabe cuándo va a morir; tampoco sabe si sus más anhelados proyectos persistirán largo tiempo o desaparecerán en corto tiempo.

Podemos preguntarnos: ¿cuál podría ser la enseñanza espiritual de una vida atravesada del principio al fin por la incertidumbre? Parece conveniente entonces reflexionar acerca de una espiritualidad de la incertidumbre frente a una espiritualidad de las certidumbres.

El deseo moderno de certidumbre

El deseo de sentirse seguro es bien humano y saludable. No debe de cuestionarse, porque forma parte de la vida. El problema nace más bien cuando entendemos la certidumbre en los términos de la cultura moderna.

El modelo de certidumbre de la cultura moderna se expresa de manera ejemplar en el pensamiento del filósofo francés René Descartes. Su método para alcanzar el fundamento firme de la vida es osado: para tener total certeza de algo, primero debemos de dudar de todo lo que se nos ha enseñado. Y de ahí elabora el criterio definitivo para guiar la propia existencia: «No admitir como verdadera ninguna cosa que no la conozca con evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no incluir en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda». Con otras palabras, la sociedad moderna aspira a la certeza total, al control total.

La actitud que nace de esta mentalidad se suele llamar positivista. No porque vea el lado positivo de la vida, sino porque en filosofía se entiende la palabra «positivo» como sinónimo de factual, es decir, algo perteneciente al dominio de los hechos, no de las idealizaciones mentales.

El novelista Charles Dickens describe claramente la mentalidad positivista en una escena de su novela Tiempos difíciles. Describe así los principios pedagógicos de uno de sus personajes, el profesor Thomas Gradgrind: «Ahora lo que yo quiero son hechos. No enseñe a estos niños nada más que hechos. Los hechos son lo único deseable en la vida. No plante ninguna otra cosa y arranque de raíz cualesquiera cosas que no sean hechos. Únicamente sobre hechos podrá usted formar las mentes de seres racionales: ninguna otra cosa les será de utilidad».

Es legítimo cuestionar esta idea que puede estar presente de manera oculta en nuestra manera de pensar. No hay mayor idealización que creer que podemos ver todo claramente para caminar con total certeza en la vida. Cuestionar la idea moderna de certidumbre es una tarea espiritual.

Espiritualidad de la incertidumbre

Reconocer la incertidumbre nos pone en contacto sano con lo que realmente somos. Buena parte de las cosas que nos permiten vivir de manera razonable no son totalmente ciertas. Creemos que no nos ocurrirá nada hoy; creemos que el médico que nos atiende regularmente sabe lo que está haciendo; creemos que nuestro mejor amigo guardará los secretos personales que le contamos; creemos que hemos elegido bien el oficio que hemos elegido; creemos que dejamos todo en orden en el momento de salir de la casa; y creemos que nuestros seres más allegados nos quieren profundamente.

Nuestra vida más fundamental está fundada por tanto en cosas que creemos; no en cosas de las que tenemos total certidumbre. Esto nos lleva a preguntar, ¿por qué es así? Las respuestas nos dirigen hacia cosas bien fundamentales que encontramos también a lo largo de la Biblia y de otros documentos espirituales de diferentes culturas.

a)               No somos todopoderosos; no somos dioses. Nuestro ser es esencialmente limitado y no disponemos del cosmos a nuestro antojo.

b)              No somos seres solitarios: solo podemos vivir tejiendo relaciones con los demás. Dependemos de los demás.

c)               Somos seres libres. Nuestro comportamiento no está totalmente predeterminado; tampoco está determinado el de los demás seres humanos. Solo podemos tejer relaciones auténticamente humanas si cultivamos la libertad nuestra con la de los demás.

d)              Nuestro conocimiento del mundo es esencialmente limitado, dado que somos seres limitados. La mayoría de nuestros actos libres están fundados en la confianza.

De estas cuatro respuestas nacen los elementos fundamentales de una espiritualidad de la incertidumbre. Solo podemos ser plenamente humanos si no nos consideramos dioses, si no jugamos a tener el control absoluto de todo. Por lo tanto, la espiritualidad de la incertidumbre muestra lo razonable que es buscar la humildad y el respeto por los procesos de las cosas que pueblan nuestro mundo. En esa búsqueda de nuestro ser, no podemos prescindir de los demás. La espiritualidad de la incertidumbre evidencia lo necesaria que es la solidaridad. Pero esta solidaridad es un acto de libertad. Ella no está dada: debe construirse pacientemente. La espiritualidad de la incertidumbre llama entonces a cultivar la paciencia. Por último, el pleno reconocimiento de nuestro ser limitado nos lleva a relacionarnos de otra manera con lo más bello que tenemos como seres humanos: nuestra capacidad racional. En efecto, comprendemos el mundo mucho mejor que todos los demás seres del universo. Pero ese conocimiento no es perfecto. Solo cumplirá con su misión si se desarrolla teniendo en cuenta las cualidades anteriores. La verdadera razón tiene que saber medir su fragilidad, mantenerse humilde y cultivar la paciencia.

Estas cuatro características de la incertidumbre nos conducen en definitiva a lo fundamental que nos hace vivir como humanos: la fe. Gracias a ella caminamos sin desesperanzar. Lo captó perfectamente el autor de la Carta a los Hebreos: «La fe es anticipo de lo que se espra, prueba de realidades que no se ven… Por la fe comprendemos que la orden de Dios formó los mundos, haciendo que lo visible surgiera de lo que no aparece» (Hb 11, 1.3). Es justo lo contrario del ideal positivista que comanda nuestro mundo. Solo vemos en verdad aquello que en un momento previo esperamos con lucidez.

Nota final: una idea a evitar sobre la espiritualidad de la incertidumbre

Si bien no sabemos a ciencia cierta a dónde nos llevará la vida, no por ello debemos concluir que debemos de vivirla de cualquier manera. Debemos de descartar una idea superficial acerca de la espiritualidad de la incertidumbre, a saber: que da lo mismo vivir de una manera que de otra. Es decir, que la verdadera espiritualidad sería vivir sin ningún plan de vida; lo ideal sería «vivir a lo loco».

Esto no parece sensato. Por seguir con la referencia a la Biblia y a las palabras de Jesús, en ellas también encontramos invitaciones a calcular: «Si alguno de ustedes quiere construir una torre, ¿no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?» (Lc 14, 28 ss). Ciertamente, hay cosas en la vida que debemos medir y prever.

Pero esta capacidad nuestra de calcular queda radicalmente transformada por Jesús. Después de contar la parábola de la construcción, el Nazareno nos invita a hacer el cálculo propio de quien quiere seguirlo: «Esto supuesto, todo aquel que no renuncia a todo lo que tiene, no puede ser discípulo mío» (Lc 14, 33). Paradoja de la espiritualidad: podemos calcular que no debemos calcularlo todo. El único cálculo totalmente cierto que podemos hacer es ese: que lo más fundamental de la vida no lo podemos calcular. En esta «incertidumbre cierta» radica lo más profundo para ser verdaderamente libres. Renunciando a la posesión, al control, podremos sentir el sabor de la vida (Lc 14, 35). Ella nos permitirá reconstruir con esperanza los destrozos que produzcan los terremotos y los huracanes de la vida.